Doña Esther, dueña del depósito Agua en las Rocas, es la que me cuenta la primera desgracia: su hija, que en paz descanse, es una de las jóvenes que cayeron víctimas de los feminicidios del año 2020, siendo ella secuestrada por una red de trata de mujeres. Más tarde, este grupo caería gracias a la presión social del colectivo feminista, que pudo dar con Fátima Esmeralda “P” y Cinthya Cordero “Ñ” siendo ellas las únicas sobrevivientes encontradas.
Doña Esther nos cuenta que, Imelda López, su hija de apenas quince años, se disponía a ir por su hermano menor a las canchas que están al lado de la escuela Saturnino Herrán, y que al llegar se topó con una cruda escena. A voz de una vecina —que prefirió quedar en el anonimato— se supo que los niños que jugaban en las canchas habían sido espantados por tres camionetas con vidrios polarizados que habían pasado a toda velocidad hacía Vivienda Digna, la colonia aledaña, no sin antes crear un aironazo de plomo y casquillos que había impactado en los pobres cristianos que jugaban con tranquilidad.
Imelda, quien se disponía a regresar a casa a comunicar tan amargo encuentro, también fue despachada por una de las camionetas que se había quedado atrás. Como si esa fuera su única misión, había agarrado a la jovencita y luego pelando gallo hacia la carretera rumbo a Juárez había desaparecido para siempre.
Doña Esther, con el alma rota y aun sin superar la tragedia de perder a sus dos hijos, me contó que el malviviente que se la había llevado se había contactado con ella dos días después. No era para pedir dinero o algún tipo de remuneración por la chiquilla, puesto que bien conocida la señora y el señor dueños del depósito, todo lo que habían querido era hacerle daño a la familia.
Durante toda mi charla con la mujer, Don Carlos Valdés, se había quedado callado. Ahora solo esposo, habiendo perdido a sus únicos niños, su rostro apagado me decía más con los ojos que con la boca.
En mi trayecto, la versión de las cosas de Juan Osorio había sido más pacífica. Los cortes de luz y agua durante la noche en la calle Tulipán, hacían que mucha gente dejara de dormir para proteger sus propiedades. Las casas eran iluminadas con velas, y los murmullos dentro se sentían como ásperas caricias que a la espera del día o la devolución de la luz, se hacían eternas bajo las noches sin luna.
Sin falta, su mamá se preparaba con unas cinco o siete velas por noche en caso de que no completaran. Según el joven, el calor del verano los hacía insoportables entre ellos, peleas y cada quien yéndose por su lado de la casa, los hizo caer en la desgracia.
El 15 de julio del año 2020 tuvimos —como ya era costumbre— un apagón a nivel sector que nos hizo a todos gritar del coraje. De eso me acordé muy bien.
Me contó que su padre, siendo un hombre de pocas palabras y mucho carácter, se la había mentado a la colonia y siendo esta la última frase que les dedicara, se había ido al techo a tirarse en el suelo para disipar el calor con el poco fresquito que hacía.
Juan Osorio bien conocido por ser un muchacho trabajador, pero muy borracho, me contó que ya estaban muy acostumbrados a la precariedad de la colonia, pero no a la de su propia sed. Él vio como su mamá encendió dos velas y continúo haciendo sus quehaceres nocturnos. La poca visibilidad les quitaba todas las ganas del mundo de continuar con sus tareas, y aunque a él no le afectaba de ninguna forma, dejaba de hacer sus cosas y se iba a acostar al suelo del porche para tomarse una o dos cervecitas.
No tardó mucho cuando un montón de borrachos sin nombre pasaron corriendo, detrás una patrulla y hasta atrás una camioneta negra. “El valor de aquellos que miraron fue para mí la hazaña más estúpida e innecesaria que pudieron haber hecho, pero gracias a ellos es que estoy contando esto” me dijo.
“Uno de los perdidos en la calle se asomó por el portón de mi casa y gritó con fuerza “¡nos persigue la chota y a ellos los malitos!”, yo no supe qué había dicho porque la cabeza ya la tenía en las patas, pero con el simple hecho de gritarme en la cara tuve motivo suficiente para que me metiera y buscara refugio debajo de la mesa”. Según lo contado, su mamá y su papá corrieron. Disparos de la nada, y pronto un enorme silencio que olía a muerte. Fueron tres minutos, ni más ni menos.
Me acordé de las camionetas que me había contado doña Esther y la vecina metiche. Juan Osorio había tenido otra perspectiva de la noche aquella, desde una calle más pobre y el punto de vista nublado por el alcohol.
Cuando todo pasó, su madre le pidió que fuera a buscar a su papá, puesto que se habían escuchado sus pisadas apresurarse a bajar, pero luego se había callado y no había aparecido. Juan contó que lo que vio al salir al patio para buscar a su papá, le quito hasta la cruda del día siguiente. Por el miedo dado y los balazos, el padre había tenido un ataque al corazón y se había caído por las escaleras, descalabrando al señor. Si el ataque no lo mató, el golpe en el coco lo acabó.
Juan Osorio no dijo más cuando comenzó a llorar. Y lo entiendo, quién querría seguir escuchando cuando la historia acaba con lloriqueos y una sopladera de mocos.
Mi perspectiva no cambió en ningún momento, las camionetas son quizás las enemigas de la colonia, por eso es por lo que muchas veces mi amiga Xóchitl me dice que si veo a una camioneta blindada, le corra. Pero ¿qué corra de qué? ¿de la camioneta o de la lluvia de balas que pueden crear las camionetas?
Así como a su papá le pasó, creo que es mejor correr de las personas que traen las armas, si no queremos terminar con el cuerpo hecho plomo.
Pero eso es cosa de la colonia, porque apenas salí rumbo a San Pedro, mi amigo Enrique me dijo que las cosas allá no eran como se las contaba acá. Ellos tenían luz y agua todas las noches, la colonia estaba bien protegida por una patrulla que vigilaba por las noches y que ninguna de las camionetas que estaban por ahí, tenían polarizadas las ventanas. Quizás es la perspectiva de cada quien, porque incluso yo, no tenía idea de que en Margaritas, la colonia en la que he vivido toda mi vida, pasaran esas cosas.
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